“Cuando vemos las pinturas y los collages que aquí se cuentan y se recuentan, hilados, tejidos, nos encontramos empujados por una fuerza de contemplación, de fijación intensa, casi inmensa. Estos cuadros, se ve, son enormes ventanales, enormes ventanales impedidos, atravesados de tramas, de retículas, de andamios. No es la ventana de Matisse abierta hacia un Collioure de manchas luminosas, donde vemos la playa, el cielo, el mar pastosos, a pleno mediodía, sin celosía. La mirada, aquí, tiene el campo despejado, el ojo se sumerge en un paisaje sin secretos. Las ventanas de María Elena, no. Las ventanas de María Elena -¡oh, entresijos; oh, rendijas y escondrijos!- perturban esta facilidad, esta gratuidad de una mirada a la que todo se le pone en bandeja.
Estas ventanas de María Elena Álvarez, piensan. Son pupilas abiertas que no se hacen ilusiones acerca de lo que miran: saben que lo que miran es siempre ilusión, cuando no desilusión. Piensan lo que son: que son pintura, mentiras a través de las cuales se nos pone a ver, aunque no queramos (pero somos sus cautivos, pues estamos cautivados), eso que quizás no sepamos ver, sino de este modo, turbados, perturbados: una verdad, tal vez, que sólo se puede entre-ver, vislumbrar, a través de su intermedio: un relato sumergido, al fondo, que se cuenta a sí mismo y que nos cuenta contándose, contándonos con él”. Rafael Castillo Zapata